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Pentalfa Ediciones

Manuel Alvar

«Gramáticas amerindias»

Blanco y Negro, Madrid, 24 de abril de 1994

José Luis Suárez Roca, Lingüística misionera española, Pentalfa Ediciones, Oviedo 1992, 326 páginas José Luis Suárez ha escrito un libro que debiera haberlo sido hace muchos años. Pero la misión de España en América se veía –y se sigue viendo– con lentes negras o con triunfos más que humanos. Lo primero es fácil, pero parcial y abusivo. Un diplomático belga pedía hace bien poco enjuiciar la conquista. ¿Para qué tan lejos? ¿Qué hizo su país en el Congo?

Resulta aburrida la salmodia. Lo que estuvo mal, estuvo mal. Basta. Pero ¿y la inmensidad del bien? Porque no basta con decir de los espíritus llenos de amor, sino de otras muchas cosas que por amor se hicieron y que se encubrieron bajo el silencio y la abnegación del bien. La evangelización es una suma de prodigios, pero yo, que no paso de modesto lingüista, cada día encuentro que las cancillas son incapaces de encerrar el asombro.

Y ese asombro es la infinidad de gramáticas, diccionarios, manuales de confesión, tratados doctrinales, en los que el saber y la generosidad se vertieron a raudales. He leído este libro de un tirón. José Luis Suárez Roca sabe mucho, ha visto infinidad de textos antiguos y se limita a contar. Mucho es lo que tiene que contar y abruma con su información y con sus pesquisas: aquí queda una infinidad de informes que se podrán aprovechar en mil trabajos posteriores para que la admiración no se acabe. Me parece increíble que tanta erudición (penosa y sin brillo) y tanta perspicacia (ahora sí con muchas luces) estén en lo que contemplo: en la contraportada del libro hay una fotografía de un hombre joven (treinta y cuatro años); sonríe con aire deportivo y nos dicen que es profesor de Bachillerato en Ponferrada. Sigo sin salir de mi asombro. ¿Cómo ha podido recoger tal caudal de fuentes? Libros rarísimos, difíciles de encontrar, muchas veces perdidos en bibliotecas inaccesibles. He trabajado en este mismo campo y creo poder decir cuán grande es mi admiración hacia este hombre del que no conozco sino su fotografía y el libro que comento. Sorprendente España la nuestra. (Permítaseme un escolio personal: necesité estudiar la gramática chibcha de fray Bernardo de Lugo. Fui a los centros donde debiera estar: la Biblioteca Nacional de Madrid y la Biblioteca Nacional de Colombia. El libro había desaparecido y se tenían los hilos que acaso pudieran descubrir los robos. Pero no hace al caso. En el ICI hay un ejemplar incompleto de la gramática. Por azar, se consultaron los ficheros del Museo Británico: otro ejemplar incompleto, y distinto del anterior. Con aquellos dos fragmentos compuse mi edición facsimilar de la obra. La casualidad me había ahorrado muchos, y acaso inútiles, pasos. ¿Sabrá nadie cuánto me costó hacerme con la gramática japonesa del P. Oyanguren?) Ya no soy joven, y trabajo en las mayores bibliotecas del mundo, y poseo medios que en España no podemos ni soñar, por eso escribo este veraz elogio de un desconocido amigo: la edad, el heroico oficio, la geografía adversa y, sin embargo, aquí está la Lingüística misionera española.

Para convicción de incrédulos y para que todos –yo también– sepamos que no hay dificultades invencibles. Un día llegaba el jovencísimo Menéndez Pidal a la Academia; lo recibía Menéndez Pelayo. Don Marcelino dijo unas palabras que fueron profecía: Dios no desampara nunca a quien se empeña en una obra honrada. Lo pienso en mis soledades y quisiera que Suárez Roca nunca se desanimara.

Hay mucho tecnicismo en este libro y no voy a entrar en el mundo reservado a los investigadores. Sin embargo, quiero dejar constancia de algo a lo que ha dedicado no pocos desvelos, me refiero al significado de Nebrijas y Calepinos. En febrero de 1992 hubo en París un encuentro «De la Grammaire de Nebrija aux première grammaires des langues d'Amérique»: Michel Dessaint se ocupó del arte guaraní del P. Montoya (1640), Miguel León-Portilla de la gramática mexicana de fray Andrés de Olmos (1547) y yo de los tratados sobre el quechua, de fray Domingo de Santo Tomás (1560), sobre el náhuatl, de fray Alonso de Molina (1571), y sobre el mosca, de fray Bernardo de Lugo (1619). Nebrija estaba presente en todos estos tratados y, a mi ver, no tanto por su Gramática como por sus Introducciones (latinas o traducidas al romance). La vitalidad del maestro duraría siglos y siglos: todavía en el siglo XVIII figuraba en las portadas de gramáticas japonesas o totonacas o se deslizaba en los tratados de lengua mapuche, por poner unos limitados ejemplos. Nebrija no se agotó y siguió presentando sus saberes bajo diversos testimonios.

En Puebla (de México), a comienzos del siglo XVIII se hizo la cuarta impresión de una Explicación de los libros cuatro y quinto de la Gramática de Nebrija, para los estudiantes de los colegios de San Pedro y San Juan. Nada tiene de extraño cuanto ilustra Suárez Roca en sus páginas sobre la tradición lingüística española y los comentaristas que del «Arte hubo entre los jesuitas de México», desde 1579. Por eso cuando don José Zambrano da a la luz el Arte de la lengua totonaca (1738) y las ediciones de la lengua de Naolingo, del licenciado Francisco Domínguez, no falta la referencia inicial al «Arte de Nebrija». El libro de Suárez nos ejemplifica hasta la saciedad: Nebrija había abierto las puertas a nuestra modernidad científica. Todo aquello que en la Gramática había cristalizado hoy lo llamamos estructura profunda. Pero no era bastante. La lengua es también estructura superficial, y Nebrija nos entregó la otra faz de lo que hoy es nuestro quehacer científico; entonces redactó su Vocabulario del español. Y aquí tenemos ya la plenitud de su entrega. También ha visto Suárez Roca cómo se elaboran los léxicos de las lenguas de América. De una parte Nebrija; de otra, Calepino y otras fuentes heterogéneas.


Manuel Alvar

«Calepinos americanos»

Blanco y Negro, Madrid, 1º de mayo de 1994

José Luis Suárez Roca, Lingüística misionera española, Pentalfa Ediciones, Oviedo 1992, 326 páginas Ambrosio Calepino (1440-1510) fue un monje de la orden de San Agustín, que dedicó su vida al Diccionario latino, que habría de inmortalizarle. De una primitiva versión latino-italiana pasó a enriquecer su texto con correspondencia en otras lenguas. Hasta 1779 se habían publicado más de doscientas ediciones, a partir de la de Regio de Emilia (1502). El carácter políglota lo adquirió a mitad del siglo XVI y en 1559 se incorporó el español a su repertorio. Entre nosotros alcanzó enorme notoriedad por las adiciones (1647-1681) del jesuita Juan Luis de la Cerda. Seguir los pasos de esta obra memorable es un quehacer laborioso: no hace muchos años, en 1975, Albert Labarre publicó en Baden-Baden una bibliografía del diccionario desde 1502 hasta 1779, que unida a la antigua Bibliografía (1893) del Conde de la Viñaza nos puede dar una idea de lo que significó este famoso diccionario.

José Luis Suárez Roca ha trazado la historia de los diccionarios americanos y, siguiendo a René Acuña (1983) establece la diferencia entre calepino (diccionario de uso y autoridades de una lengua) y vocabulario (registro de equivalencia, semánticas). En América las cosas no fueron tan simples. Acaso la mayor complejidad se alcanza en la Gramática de la lengua chilena, del P. Febrés (1765). Febrés incluye tres diccionarios en su obra: uno breve, otro hispano-chileno y otro al que llama calepino (mapuche-español): el primero contiene palabras muy comunes que, una vez conocidas, darían acceso al vocabulario extenso (el Vocabulario español-chileno), que se incardina en aquella tradición que inicia Nebrija con su Diccionario latino-español (Salamanca, 1492) y su Vocabulario español-latino (Salamanca ¿1495?). Febrés ha trasladado los planteamientos a sus días y ha compuesto un diccionario chileno-español, que viene a ser un auténtico calepino (desde una lengua se vierte a la nuestra) y otros en el que, a partir del romance, se alcanzan los términos mapuches (digamos latinos en su fuente original). He estudiado estas cuestiones y, tras no pocas consideraciones, llegué a una cuestión primordial: ¿qué entiende el P. Febrés por calepino? Según la Academia el nombre aún dura para designar al «diccionario latino». Creo que Febrés siguió la versión del jesuita Pedro de Salas (que adaptó la del P. Juan Luis de la Cerda). He comparado ambos calepinos (el chileno y el de Salas) y me parece que la fidelidad es grandísima. Tan sólo adiciones hechas al «Calepino de Salas», a partir del Tesoro, de Covarrubias, algún catalanismo y tal o cual neologismo del siglo XVIII.

Acaso no merezca la pena insistir más en estas cuestiones. Sí quisiera señalar cómo en este intercambio lingüístico del español con las lenguas indígenas, la lengua de Castilla aparece transida de americanismos que han sido asimilados por los europeos que los difunden como si fueran palabras tradicionales. Y es que, como señala Suárez Roca, «del auxilio y colaboración de los indios, ya fueran bilingües y expertos en gramática, o simplemente ladinos, no pudieron prescindir». De la importancia que los indígenas tuvieron para interpretar el pasado de su estirpe, tenemos mil testimonios, desde los quipucamayoc que interpretaron los cordones con nudos en tierras del Perú, hasta los informantes de las «Relaciones» de Yucatán. Me detendré muy brevemente en éstas. En 1579, Felipe II ordenó una encuesta para conocer el estado de sus inmensos dominios. Los formularios enviados fueron de una riqueza que aún nos deja atónitos; el procedimiento para rellenarlos no sería mejorado por un investigador actual de «palabras y cosas», las informaciones obtenidas aún anonadan. Entre estos datos, los términos nahuas figuran como voces propias del español. Así en la relación de Tetzal se lee: «tuk [voz maya] que es el cuacoyol [voz con que los mexicanos designaban a una especie de palma] este para comer de él es menester quebrallo y sacarle la pepita de dentro, que es redonda, la cual muelen y hacen una bebida que parece pozol ('bebida de maíz cocido'), es blanco del tamaño de una nuez». El informante de Cisnepo explicaría: «sacan el agua con unas sogas delgadas y puestas unas jícaras (voz náhuatl que significa 'calabaza de ombligo') en ellas a manera de herrada y esta jícara es a manera de fruta que echa un árbol que acá [en Yucatán] llaman en lengua de esta tierra luch y en la castellana jícara: sirve para muchas cosas para el servicio de la casa, así para beber como para vasija». Los ejemplos pueden ser infinitos, pero no merece la pena llegar al hastío.

Aquellos frailes tuvieron que hacer mucho más, y acaso con mayores dificultades: reducir lenguas sin escritura al sistema gráfico latino. ¿Cuántas veces les acompañó el acierto? Quisiera recordar algo que perdura en nuestros días: «En Bolivia se pretende reducir al alfabeto latino la pronunciación de las lenguas que aún no tienen escritura. Y el uso de nuestros grafemas se considera un rasgo de integración nacional. Los frailes acertaron, y no poco, y gracias a su sagacidad (describiendo sonidos, inventando signos, comparando) tuvimos el testimonio escrito de multitud de lenguas. Claro que no podemos exigirles las finuras de un profesor de fonética, aunque nos sorprende muchas veces la precisión de sus descripciones, pero allí donde no llegaban, recurrían a la práctica del uso.» Suárez Roca aduce algún ejemplo, que podríamos multiplicar por mil. Si un sonido «no se puede dar a entender por escrito [...] es menester oírlo pronunciar a los indios».

El libro no se agota fácilmente. He dicho que no me iba a fijar en problemas excesivamente técnicos, como el estudio de las partes de la oración, las pretendidas declinaciones, &c. Y aún quedan muchas cuestiones de no poco apasionamiento: el estudio de las fórmulas de tratamiento, con los problemas sociológicos que implica, la etnografía en no pocas manifestaciones, la defensa de las lenguas indígenas, la política lingüística seguida y las discrepancias de los clérigos con la corona. Diríamos el cuento de nunca acabar.

Un libro generoso (más de trescientas páginas) es índice de cuanto puede la ilusión y la voluntad de trabajo. Y resulta que con esas armas se ha servido a la verdad, único principio al que debemos seguir quienes hablamos de eso tan relativo a lo que llamamos ciencia. Y la verdad impresiona en su desnudez: sin garrulería, sin suficiencia; sin alharacas. Sí, hace falta alguna cosa, pero estudiar no es repetir lugares comunes, ni derramar las malas heces que vierten tantos y tantos espíritus «generosos», ni halagar rencores. Estudiar es ir a las fuentes, leerlas, meditarlas, compararlas y escribir. Escribir como si nada fuera con nosotros, aunque en las verdades –agrias o dulces– se nos vaya quedando el alma.


Estas dos reseñas fueron reproducidos, con autorización de don Manuel Alvar, en la revista El Basilisco, nº 17, 1994, págs. 95-97, con la siguiente nota: «Se recogen aquí dos artículos de Manuel Alvar publicados en la revista Blanco y Negro («Gramáticas amerindias», 24-4-91, «Calepinos americanos», 1-5-94) sobre el libro de José Luis Suárez Roca, Lingüística misionera española, Pentalfa Ediciones, Oviedo 1992.»

Manuel Alvar López nació en Benicarló (Castellón, España) el 8 de julio de 1923, viviendo desde muy joven en Zaragoza, en cuya Universidad estudió. Falleció el 13 de agosto de 2001. Miembro de número de la Academia Argentina de las Letras, de la Academia Colombiana de la Lengua y de la Real Academia Española, de la que fue director entre 1988 y 1991. Profesor visitante en más de treinta universidades (de Argentina, Chile, Estados Unidos, Perú, República Dominicana) fue catedrático de la Universidad de Granada hasta 1968, y luego de la Complutense en Madrid. Su amplia obra (165 libros y 500 artículos) goza del máximo reconocimiento, habiendo realizado numerosas aportaciones a la gramática histórica, la dialectología y la geografía lingüística, elaborado y editado varios atlas lingüísticos y etnográficos, &c.